El Secuestro (Gustavo Gorriti, Caretas 1995)
jueves, 27 de septiembre de 2007
El Secuestro
Uno de los casos por los que Fujimori fue extraditado y será juzgado es por el secuestro e intento de desaparición que sufrí en la noche del golpe del 5 de abril de 1992. A la distancia de 15 años, los recuerdos pueden alterarse, pero no lo que escribí a las pocas horas de lograr la libertad.
Esa tarde, apenas retorné a mi casa y hablé brevemente con los periodistas que llegaron de inmediato, me dijeron que El País, de España, del cual yo era corresponsal estaba esperando mi nota y que podían aguantar como máximo una hora más. Es verdad, España lleva una delantera de siete horas, así que, sin poder descansar y menos bañarme, tuve que escribir a literal vuelapluma. No tenía computadora, se la habían llevado, de manera que escribí a mano y luego leí por teléfono la nota a la dactilógrafa de El País. Tuve que obviar algunos detalles importantes, que salieron pocos días después en una nota más extensa publicada en Caretas. Pero, por su fidedigna inmediatez, reproduzco ahora, tal cual, la nota que publicó El País el 8 de abril de 1992. Solo he corregido algunos errores en la ortografía de nombres que la dactilógrafa no tomó bien. Aquí, la reseña inmediata del secuestro.
Viaje a las Cárceles, del Ingeniero
El corresponsal de El País cuenta su secuestro.
Eran cerca de las cuatro de la mañana del lunes 6 de abril y yo me preparaba para escribir una nota sobre el golpe de estado del ingeniero Fujimori y el fin de la democracia en Perú, cuando sonó el timbre de la puerta. Yo sabía que se habían producido varios arrestos de forma simultánea al discurso de Fujimori. Y además sabía que el asesor principal de Fujimori, Vladimiro Montesinos, una persona cuyos paralelos más cercanos son Noriega, de Panamá, y López Rega, de Argentina, buscaba la ocasión de desquitarse de una serie que publiqué sobre él en la revista Caretas desde 1983 que le hicieron huir del país, escapando de las autoridades judiciales. Ahora, en las primeras horas de una dictadura, el desquite debe haberle parecido posible. El timbre de la puerta volvió a sonar. Mis perros, Cerbero, un mastín español; y Simba, una fila brasileña, ladraron con furia.
Me acerqué a la puerta y pregunté quién era. Una voz tensa y que quería parecer tranquilizadora me dijo que eran de la policía, de Seguridad del Estado, y que querían hablar conmigo un momento. Les dije que esperaran, corrí hacia el teléfono y llamé a una persona que sabía despierta para informarle de que la policía me llevaba, que difundiera todo lo posible la noticia.
Los timbrazos se habían convertido en patadas; y los perros, con los pelos erizados, pugnaban por salir de su encierro. Decidí mantenerlos encerrados, viendo que no era prudente resistirse.
Levanté la vista del teléfono y vi a varios individuos armados con fusiles automáticos, uno o dos, en posición de disparo. La misma persona que había hablado del otro lado de la puerta me saludó desde el otro lado de una metralleta HK con silenciador. “Queremos que nos acompañe para hablar con usted”, dijo. “Tome asiento y hablamos”, le contesté. Me dijo que iba por las buenas o por las malas. En eso, se abrió la puerta del garaje y 10 o 12 sujetos de civil, armados con la HK y pistolas, irrumpieron. Tenían el típico porte de oficiales del Ejército; y ahí me di cuenta de que eso de policías era una impostura. Se trataba de operativos del Servicio de Inteligencia Nacional y del Ejército, que suelen hacer juntos sus trabajos clandestinos.
Querían mi computadora
Quisieron entrar con violencia en la casa y mi esposa y yo nos opusimos. Les grité que si venían a asesinar que lo hicieran de una vez. El oficial del primer grupo intervino y dijo que estuviera tranquilo: sólo me querían a mí y a mi computadora.
Ver mi ordenador (computadora) y su disco duro en las manos de un matón con metralleta fue muy poco agradable. Menos lo fue besar rápido a mis hijas dormidas y abrazar a mi esposa. Hay muchas cosas que decir entonces, y no se pueden decir.
Al salir, vi el vehículo que me esperaba: una camioneta Cherokee, sin matrícula, con lunas oscuras, de las donadas recientemente por la CIA al Servicio de Inteligencia Nacional y del Ejército, y me di cuenta de que las cosas eran graves. En los alrededores 40 ó 50 soldados uniformados que habían rodeado la manzana regresaron a sus camiones.
Peor fue cuando la camioneta se dirigió hacia la extensa área que ocupa el Cuartel General del Ejército, en Monterrico. Entró por una puerta trasera con los cristales levantados, sin permitirle siquiera al oficial de centinela ver el interior. La camioneta aparcó en un área deshabitada, y me llevaron a través de corredores oscuros hasta un ala de pequeñas habitaciones. Ahí me pusieron en manos de otro grupo, los carceleros.
Éstos me depositaron en un cuarto pequeño y bastante sucio, con un baño aún más sucio al lado, y cerraron la puerta con varios candados. Estaba secuestrado. Mi arresto había sido clandestino y mi paradero era secreto. Supe entonces que cualquier cosa, aun de las más monstruosas, podía suceder. Después de años de cubrir la guerra interna en Perú conocía de sobra los horrores que suelen seguir a la detención-desaparición.
Decidí resistir pasivamente, no cooperando en nada, e iniciando de inmediato una huelga de hambre. Luego, me propuse dormir lo menos posible, a intervalos irregulares, para que siempre me encontraran alerta. Me mantuve activo caminando a paso vivo por la celda hora tras hora. Me prohibí pensamientos esperanzadores. En momentos como ése la esperanza es dañina.
Horas decisivas
Durante el día sólo llegaron una vez dos interrogadores para pedirme la clave del disco duro de mi ordenador. Cuando me negué a entregarla, mencionaron otros métodos menos gratos, y se fueron.
Llegó la noche, y dormí un par de veces media hora para prepararme para la hora usual de los interrogatorios, entre las 11 y las tres de la madrugada. A las 0.30 horas sentí que llegaba un automóvil. Sonido de botas en el pasillo y la puerta del calabozo se abrió. Un oficial con tres guardaespaldas armados con la ubicua HK me dijo que lo siguiera. “¿Dónde?”, pregunté. “No se preocupe”, contestó, “ya lo verá cuando lleguemos”.
En otra camioneta con cristales ahumados marchamos por Lima. Al fin, cuando vi que nos acercábamos al local de Seguridad del Estado, sentí alivio. Sin una palabra, los militares me transfirieron a la policía. Mi detención había sido reconocida, estaba a salvo. Nunca creí que iba a sentir alivio de ser detenido por la policía, y cuando en un calabozo me encontré con 18 periodistas de la radio detenidos esa noche supe que el peligro había pasado.
Desde el momento en que me arrestaron mi esposa llamó a todo aquel que pudiera hacer algo. Desde Nueva York, mi hija mayor hizo lo propio. A las ocho de la mañana, cuatro horas después de la detención, el embajador de España, Nabor García, llegó a mi casa y empezó de inmediato una intensísima gestión en nombre de su Gobierno sobre el de Fujimori. Luego la Embajada de Estados Unidos, y muchas organizaciones periodísticas y de derechos humanos se sumaron,
Al empezar la tarde Nabor García había logrado que el ministro de Defensa, Víctor Malca, reconociera mi detención, y que se dispusiera mi traslado a la policía, donde a las pocas horas se me dejó en libertad.