Memo para corresponsales. Gustavo Gorriti (Caretas 2054)
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Memo Para Corresponsales
Empecemos por la ciudad que los recibe. Lima es una ciudad fea, para decirlo de una vez, pero tiene rincones. No esperen aquí ni París, ni Jerusalén, ni Praga. Pero a veces una ciudad fea con rincones es mucho más interesante que una ciudad meramente bonita. Aquí las piedras no hablan (para eso vayan a Cusco) pero las construcciones huelen, sobre todo en las zonas viejas.
Hace algunos años, un entonces joven latinoamericanista llamado Michael Shifter (quien ahora es una fuente casi de rigor cuando se escribe desde Washington sobre Latinoamérica), publicó un artículo sobre sus vivencias en Lima: Precariedad, dijo, es lo que primero se le vino a la mente, antes de encontrar paralelos entre Lima y Nueva York. Ambas ciudades, escribió, son “intensas e impredecibles, sumergidas en drama y misterio, con su gente viviendo de alguna manera en los límites…”.
Shifter se refirió a “la rica y profunda ironía” de los limeños, presente hasta en los velorios. Como escribió, “en la cultura limeña, como en la judía neoyorquina hay un gran énfasis en aplicarse, en trabajar duro, en usar la propia imaginación y los recursos mentales al máximo, pero, Dios no lo permita, sin tomarse demasiado en serio a uno mismo… mezclan la seriedad en el propósito con una refrescante capacidad de reírse de sí mismos, una cualidad que, en mi experiencia, no se encuentra en muchos otros lugares del hemisferio”.
Pero antes que lo común resalta lo diferente. Si ustedes hubieran llegado dentro de un par de meses más, los hubiera invitado a manejar por la autopista al Sur y llegar al kilómetro 97 y medio. Ahí, si voltean a la derecha entrarán a un país y si voltean a la izquierda, a otro. Pitucolandia y el Tawantinsuyo, todas las distancias y apenas una autopista de por medio.
Y es que aquí, además de los rincones, hay muchos trasfondos que permean cada aspecto de la vida. Los folletos oficiales y oficiosos que seguramente los estarán esperando en las habitaciones o en los centros de prensa dirán algunas cosas ciertas, pero no todo.
Es cierto, por ejemplo, que este país lleva un crecimiento económico ininterrumpido por casi 90 meses. Con pésimos niveles de distribución de ingreso (entre los peores del mundo), pero deplorable como es, me parece preferible padecer inequidades distributivas en crecimiento y no en recesión. Antes hemos vivido muchos años de involución económica… en términos de PBI per cápita la gente fue al encuentro de sus bisabuelos, así que algo sabemos al respecto. Cuando se crece, por lo menos la gente tiene más energías para protestar.
Y esto me lleva a lo siguiente: nosotros, veteranos de todo tipo de contrasuelazos económicos, llevamos 90 meses creciendo sin parar dentro de una vibrante Democracia.
Cuando digo vibrante pienso en otros adjetivos: bulliciosa, caótica, contundente. Durante estos ocho últimos años, a veces los índices de aprobación presidencial fueron menores que los de crecimiento económico. Ruido, polvo, piedras: nuestra realidad de orden y gobierno ha resultado más bien fermentada. Y aún así, con presidentes despreciados y policías piñata, hemos crecido sin parar, dentro de ciertos niveles de paz social. Aquellos de ustedes que vienen de naciones regidas por líderes o partidos despóticos, observen bien. Se puede crecer incluso dentro de democracias eminentemente desorganizadas. El truco consiste en gritarse lo que se quiera, pero no matarse. Aquí se aprendió, creo, la diferencia.
Hay otras cosas que nos enseñó la historia en los últimos treinta años. Las buenas metáforas y el buen gobierno no son necesariamente compatibles. Fuimos el primer productor mundial de coca destinada al narcotráfico (ahora somos el segundo); tuvimos una insurrección trasplantada de China (la de Sendero Luminoso), cuyo discurso parecía por momentos una traducción precaria de la agencia Xinhuá en los tiempos de la Revolución Cultural, que terminó siendo enfrentada por un presidente japonés, como si las guerras de Manchuria hubieran buscado aquí territorio para dirimir asuntos pendientes. Un escritor quiso ser presidente y casi lo logró; un espía de caricatura quiso gobernar, y lo logró. Todo eso nos enriqueció en originalidad y eventos, sobre todo enriqueció nuestro periodismo y nos empobreció en lo demás.
Aún ahora tenemos liderazgos cuyas historias parecieran emerger de la a veces buena literatura decimonónica de folletín. Nuestro presidente es un político capaz de vender, cuando está en campaña, refrigeradoras en el Polo Sur. Ha cambiado mucho de ideas, que expone siempre con la misma convicción. ¿Qué piensa en el fondo? No sé si él mismo lo conoce, pero si en el pasado su brillo nos llevó a la ruina, queda por ver –ahora que ha ganado peso con los años– si su madurez mejorará el progreso económico y la estabilidad democrática, o no.
Los recibirá también nuestro primer ministro, que tiene nombre y cara de profeta. Si hubieran llegado hace algunos años, lo hubieran encontrado en la cárcel. Claro que entonces los hubiera recibido el presidente japonés, a quien ahora pueden encontrar en la cárcel.
¿Cuántos años de crecimiento económico y durabilidad democrática nos falta para llegar al anhelado aburrimiento? Lo pregunto como ciudadano, claro, no como periodista, y me respondo que yo por lo menos no veré ese aburrimiento. Entre tanto, seguimos amarrados a la política literaria. Y debajo, una muchas veces deprimente realidad.
¿Por qué? Porque, para decirlo en términos breves, somos una nación que todavía no encontró su ciudadanía. El trauma de la conquista, la mentalidad de la colonia, los sueños fundacionales de la república, coexisten todavía hoy entre nosotros. Somos, además, un país de geografía difícil, que requiere de un pueblo fuerte y una fuerte clase dirigente. Eso último, hasta ahora, no lo hemos tenido.
Nuestra esperanza, sin embargo, está basada en la oralidad. Somos una nación que vive ahora un florecimiento gastronómico. Y, sin ninguna vanidad, podemos afirmar que en pocos lugares del mundo se come tan bien como en este país. Los pueblos que han conocido el hambre saben apreciar lo que es comer bien. Tenemos una ciudadanía papilar que nos engloba a todos. Incluso, hasta los propios empresarios han considerado a un capitán de la gastronomía como el empresario más influyente, por encima de los mineros y los agroexportadores.
Tras eso hay una gran enseñanza. Nuestra cocina es grande porque es mestiza. Andina, costeña, amazónica, ibérica, africana, china, japonesa, italiana, que encontró su identidad en la fusión y logró superar sus elementos. Esa es nuestra fuerza y nuestro futuro como nación también. El reconocimiento de nuestro brillante mestizaje y los fascinantes matices que la fusión de todas las sangres logre en una cultura nueva y superior. Espero que encuentren eso cuando nos toque la próxima APEC.
PS. Me olvidaba de responderles la pregunta inevitable: ¿Cómo está la prensa en el Perú? Mejor que la de muchos de sus países, la verdad, aunque eso no quiere decir que esté bien. No hay coerción explícita sino presiones, influencia, autocensura. Hace pocos días, por ejemplo, los empresarios que ahora controlan el grupo editorial que imprime El Comercio, el diario de referencia aquí, despidieron al director de un periódico del grupo, Perú.21, por haber sido fiel al manual de estilo del diario y a los principios del periodismo en una importante investigación. Un periodista digno y unos empresarios lamentables… conocemos el cuadro, ¿verdad?
2 intruso(s):
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Supongo que es la libertad de empresa. Mientras no se demuestre fehacientemente que se trató en realidad de presiones o dictdos que doblegaron voluntades.. para que cuestionar una decisión tal? Imagino que si Correo perteneciera al grupo El Comercio y este decidiera sacar a Aldo Mariátegui, no habría piteo.
La realidad es esta: hay una pugna política en la prensa. El problema es que la gente común no se da cuenta de eso y que este siendo confundida por falsas cuestiones "principistas".